[Texto en el catálogo de la exposición Enrique Larroy. Pinturas. Palacio de Sástago. Zaragoza,1987]

A modo de aportación o primera consecuencia

Vicente Villarrocha


Enrique LarroyLo primero que tengo que decir es que Enrique Larroy, cuando se instala en una “forma particular” de representación (en cualquiera de sus múltiples vertientes), y claro, cuando lo hace en ésta que nos ocupa --la pintura-, su lenguaje especifica claramente una posición. Me explico (y me viene como anillo al dedo aquello de Kandinsky del “yo pinto” porque soy pintor): es casi vertiginoso el trayecto desde actitudes eruditas hacia la práctica, más asequible, de la existencia cotidiana. Vamos, que Larroy recorre el camino que va de una cuestión en torno al razonamiento estético y su naturaleza (valga la terminología), y en dos zancadas se planta en su particular cuerpo a cuerpo con las cuestiones artísticas, en parcelas tan básicas como el diseño. Una decisión próxima a la humorada que, sin embargo, y vuelvo otra vez al terreno de la pintura, se puede situar entre la conciencia y el sentimiento del deber. O sea, en el “yo pinto” porque soy pintor.

En mi cuerpo a cuerpo con estos cuadros recientes de Enrique Larroy, tengo la sensación de encontrarme -de golpearme- con una práctica de pintor, potente, que verifica, palmo a palmo, una estructura ideológica en la que la metáfora obliga. Es decir, que el lenguaje-objeto (el cuadro) es el que mantiene, unas veces en la tensión del debate, otras en la armonización, el funcionamiento de un código. Un código que tiene mucho que ver con una idea de la pintura como labor progresiva, sin limitaciones, que no necesita afirmaciones o negaciones en un único sentido.

Y algo planea sobre la pintura de Larroy que consigue traducir en algo accesible la búsqueda de una satisfacción.

[...]